Coloqué un paquete de café espresso como cereza sobre la carretilla de supermercado. Ese último ítem no estaba en la lista de
compras pero sí en la de terrores, tal es lo que me causa la posibilidad de levantarme una mañana y descubrir su ausencia. Me apresuré a la
zona de cajeros, ansioso por terminar este deber hogareño que no se encuentra
entre mis predilectos. Ocho cajas con sus cajeros activos, y el ojo comenzó un
escrutinio rápido para reconocer la línea más corta y con carretillas menos
pródigas. La encuentro y me afirmo al fondo de esa prometedora línea con mi
tarjeta de débito en mano y mis dedos dispuestos a bajar la marca de los 7
segundos que me toma deslizar la banda magnética, digitar el PIN, responder que
no quiero “cashback” y oprimir un final “yes”.
Cuando me faltan
dos personas para llegar a la caja,
observo lo llenas que están las filas ese día; sin proponérmelo me percato de
un individuo con peinado ridículo y una señora conspicuamente voluptuosa que se
acaban de allegar a dos de las filas más desesperanzadoras. Pobres! - pienso - tienen como 7 u 8 personas por delante!
Me falta
solo una persona para pasar la aduana hacia la libertad, cuando una serie de
acontecimientos empiezan a desarrollarse en esa caja de mi línea. La señora
compradora pregunta algo sobre uno de los productos que está llevando; discute
por largo rato sobre el asunto hasta que la cajera levanta la cara, abre un
micrófono, llama a alguien, pero “alguien” no aparece, entonces es la cajera
quien desaparece. Los segundos se hacen minutos y regresa la cajera con
“alguien” quien se va con el producto hacia el interior del supermercado,
supongo que a cambiar la lata o algo parecido. Más segundos, más minutos y ya
trae otra lata. La señora compradora habla y habla sobre el resto de su compra
como si el pagar en caja de supermercado fuese una actividad social. Espera
hasta el último momento en que le muestran el total que debe cancelar para - ¡hasta
entonces! - comenzar a excavar su bolso, del cual saca hasta cocodrilos (o esa
era mi percepción en el suplicio de ser devorado por las llamas de la
impaciencia). Mientras barajea tarjetas plásticas, encuentra una en la que le
marcan unos puntos por las compras que hace (y los que yo siempre desprecio
porque prefiero un minuto de mi tiempo a un millón de ellos). Luego de esa
interminable operación en la que la señora pide saber cuántos puntos lleva,
cuántos agregó en esa compra y cuántos le faltan para ganarse una sartén,
decide con monástica calma comenzar a escribir un cheque (y a buscar un
bolígrafo en el fondo de su bolsón). Observo entonces con indescriptible
envidia cómo un ridículo peinado y una figura conspicuamente voluptuosa,
atraviesan la puerta con el rótulo de “EXIT”, y cómo hasta quienes estaban tras
ellos ya recogen sus bolsas de la banda.
Y mientras
“mi” cajera revisaba y escrutaba el cheque que le acababan de entregar, realicé
que este no era más que un nuevo episodio de algo conocido como Las Leyes de Murphy. Eso es. Me estaba topando de nuevo con la Ley de Murphy para las filas,
la misma que opera cuando voy en el freeway (que aquí en Chicago se llaman
“expressway”) en el viscoso tráfico del viernes por la tarde, y observo que hay
un carril que se mueve un poco más rápido; lucho por cambiarme a ese, pero
cuando lo logro, se paraliza por completo y es precisamente la línea de donde
vengo la que empieza a moverse rápido.
“La Ley de
Murphy se confirma!”- pienso siempre.
Para el
momento en que fui atendido, pensé que el del pelo ridículo y la señora
voluptuosa debían estar ya
en su casa sentados en un sillón y rascándose la
barriga.
No dejé de
rumiar mi derrota de haber escogido la fila más corta para caer en la boca del
lobo más parsimonioso imaginable. Tampoco dejé de reafirmar mi fe en las Leyes
de Murphy como innegable misteriosa fuerza que gobierna nuestros destinos!...
ejem, bueno ya en serio … no es cierto. Para entonces caminaba ya la senda del
escepticismo y andaba tratando de aplicarlo a cada resquicio ideológico personal,
a cada prejuicio, a cada preconcepto, a cada rasgo cultural.
Pero la
desazón de haberme metido a la línea más pachorruda comenzó a desaparecer
cuando ya estaba en mi casa sentado en un sillón rascándome la barriga … y
aquello pasó a convertirse en prometedor tema de conversación para la próxima
reunión social.
Y sí, la Ley
de Murphy es aquella simpática observación que a todos nos da la impresión de
ser válida, porque todos percibimos que hace parte de una extraña coincidencia
fatídica en pequeño monto, pero que al final del día nos retribuye con
carcajadas en las conversaciones.
Pero este
post no se trata de las Leyes de Murphy (tampoco de comportamiento incivil en los supermercados). Las utilizo sólo para exponer el
mecanismo cognitivo que las hace posibles: el Sesgo Confirmativo, Sesgo de
Confirmación o Confirmation Bias (in English).
Lo que en
realidad sucede, es que sobre asuntos en los que ya tenemos una idea
preconcebida, una opinión, una ideología, un prejuicio, un preconcepto o un
apego emocional, nuestro cerebro tiende a registrar o “anotar” sólo las
experiencias e información que confirman nuestra creencia, ignorando por
completo la masiva cantidad de experiencias e información que la contradicen.
Se me pasaron por alto todas esas ocasiones en que escogí una caja expedita y
en las que ni siquiera me detuve a observar si había alguien en otra línea envidiando
cómo yo atravesaba la puerta de EXIT. Del mismo modo, muchas veces soy yo en el expressway quien avanza más rápido
que el prójimo, pero ello no recibe en mi cognición la anotación de “experiencia
contraria a la Ley de Murphy”.
Si el sesgo
confirmativo funciona hasta en una broma como la Ley de Murphy, imaginemos cómo
debe funcionar maravillosamente cuando el cerebro trata de defender fortalezas
ideológicas.
Conocí hace
mucho a alguien que llevaba un curioso amuleto en su pecho al que acariciaba
toda vez que se encontrara en un momento de incertidumbre o expectación ante un
resultado deseado pero fuera de su control. Mi amigo afirmaba que su amuleto
funcionaba “casi siempre”. Pero si ello fuera cierto y alguien pudiera tener
acceso a un artefacto que eche la suerte a su favor “casi siempre”, en poco
tiempo esa persona se convertiría en millonaria y desarrollaría habilidades
extraordinarias. Pero mi amigo era un mediocre estudiante con dificultades
económicas y grandes inseguridades; obviamente para mí, era su sesgo
confirmativo lo que le hacía seguir creyendo en su amuleto.
Conozco en
la actualidad alguien que siempre ora por conseguir estacionamiento en el down
town de Chicago. A veces tarda 5 minutos, 10 minutos y hasta 20 minutos, pero
hey! a veces al llegar frente a su destino alguien se está marchando, dejándole
el espacio de parqueo de manera “milagrosa”; y cuando eso pasa, mi amigo me
hace ver emocionado cómo es efectiva su oración. Por mi parte nunca rezo, y
conseguir estacionamiento en el down town de Chicago también me toma a veces 5
minutos, 10 minutos y hasta 20 minutos, pero hey! a veces al llegar frente a mi
destino alguien se está marchando dejándome el espacio de parqueo de manera …
completamente aleatoria y de acuerdo a lo que la estadística pronosticaría. Mi
amigo es víctima del sesgo confirmativo.
Rodeado
como estoy de personas religiosas (como nunca lo estuve en cualquier otra etapa
de la vida), puedo observar sesgo confirmativo “on parade” casi a diario. Si
alguien enferma, comienzan las oraciones grupales e individuales; y como la
mayoría de enfermedades siguen su ciclo de aparecimiento–desarrollo–remisión,
sea que el enfermo sane en tres días o en tres meses siguiendo el adecuado
tratamiento médico, invariablemente todos lo adjudicarán al “poder de la
oración” y reforzarán su creencia. Lo mismo sucederá cuando alguien pierde su
empleo, el acto de encontrar otro después de enviar curriculums y obtener
entrevistas, es adjudicado también al poder de la oración. Una recaída en la
enfermedad o un nuevo despido después de una semana en el nuevo empleo JAMAS
será considerado como evidencia en contra del poder de la oración; a todos se
les irá por alto y comenzará una nueva oportunidad cuyo resultado será siempre
la confirmación de lo que ya creen.
Veamos lo
que pasa con los desastres. Si se estrella un avión, y de 200 personas a bordo
sólo sobrevive una, el asunto será interpretado como “un milagro” otorgado
desde lo alto, sin jamás considerar que para las 199 personas fallecidas lo
mejor que pudo ocurrir es que nadie hubiese practicado un milagro a costa de
sus vidas. Así los terremotos, tornados, huracanes, inundaciones, etc, dejarán
a su paso destrucción y muerte distribuida en forma estadística y aleatoria,
pero esas pocas personas o casas que se salven serán vistas como confirmación
de un poder protector inefable. Nunca las muertes y pérdidas se tomarán como
contraevidencia de esa protección. Cada año decenas de mineros mueren
soterrados en el interior de la tierra, pero basta que en un caso un pequeño
grupo sea “afortunado en el infortunio”, se salve por estar en una bolsa de
vida y luego de que se pone a funcionar todo el esfuerzo, ingenio y tecnología
humana para traerlos a la superficie, entonces increíblemente todo el crédito
se lo lleve la mística fuerza protectora que forma parte de las creencias
generalizadas.
Por su
parte, los charlatanes de todo tipo, deben su éxito al sesgo confirmativo de
las personas que les escuchan. Son muchos los ejemplos pero mencionaré solo a
esos “adivinos” que cada comienzo de año prueban suerte con pronósticos tan
vagos y de tan alta probabilidad como “habrá un terremoto en un país que da al
Océano Pacífico” o “habrá un gran huracán en el Caribe” o “morirá una ex
estrella de cine”, pero que salpican su paquete profético con algunas
predicciones más específicas, mencionando el nombre del país del desastre o el
nombre del artista que va a morir. De más está decir que las más de las veces
fallan miserablemente, pero nadie se da cuenta de ello porque se quedan muy
callados y nadie recuerda qué fue lo que pronosticaron. Pero he aquí que
conforme a una normalidad estadística, a veces, sólo a veces, alguno de ellos
acierta en alguna de sus muchas profecías. Entonces es publicitado a lo grande
en los tabloides y el adivino en cuestión explotará para siempre su “acierto”
en su cultivo y cosecha de creyentes.
La
estadística funciona y el sesgo confirmativo también. Si juego lotería todos
los días de mi vida y le pido al duende de la fortuna que me conceda ganar, es
muy probable que eventualmente le pegaré al premio, y aunque me haya gastado
más en comprar boletos que lo ganado, ello será suficiente para otorgarle
crédito al susodicho. Las miríadas de ocasiones en que no tuve éxito no serán nunca
consideradas como contrargumento a los poderes de mi duende.
Ninguno de
nosotros está libre de sesgo confirmativo, algunos ni siquiera están
conscientes de que exista tal cosa. Así nuestra visión política y epistémica
será su prisionera, impidiéndonos cualquier aproximación de comprensión hacia
el adversario.
Los
investigadores científicos tampoco son de palo, y tenderán a ser presas de su
propio sesgo confirmativo hacia sus acariciadas hipótesis. Pero aquí es
precisamente donde entra en juego el Método Científico (ya discutido) y el
sistema de “Peer Review” que mantendrán en brida la muy humana tendencia a
desbocar hacia lo deseado. La ciencia funciona gracias a sus mecanismos de
defensa contra los sesgos confirmativos y otras debilidades personales.